Una vida milagrosa no es una vida sin desafíos. No es que todo salga como uno quiere ni que la suerte toque la puerta con insistencia. Una vida milagrosa es, más bien, una decisión silenciosa, radical y cotidiana: elegir el amor en lugar del miedo. Elegir mirar con compasión incluso cuando todo adentro (o afuera) te empuja a reaccionar desde la carencia.
No nací con esta claridad. Como muchos, crecí en un entorno donde se premiaba la dureza, la validación externa, el molde. Pero algo en mí era distinto. Desde los 16 años, mi sensibilidad me incomodaba… y me revelaba. Me hacía más lento, más profundo, más atento a lo que no se decía. Me sentía un "bicho raro", hasta que alguien —un familiar amoroso— me dijo que esa sensibilidad era un don, no un defecto. Ese momento fue una grieta de luz: no era débil, era intuitivo. No estaba roto, estaba despierto… solo que no sabía qué hacer con eso.
Ese fue el primer milagro: cambiar la forma en que me veía a mí mismo.
Más adelante, vino el dolor. El tipo de dolor que no se anestesia con distracciones. A los 18, tras una ruptura amorosa, me vi de frente. Llorando frente a esa chica, entendí que no lloraba por ella, sino por mí: por mi dependencia, por mis inseguridades, por haber puesto mi valor en manos ajenas. Esa escena fue mi punto de quiebre, el umbral hacia un nuevo mundo. Me volví buscador. Llegaron la biodescodificación, luego Un Curso de Milagros, el método Dejar Ir de David Hawkins, y con ellos, una certeza: la mente crea la experiencia. No al revés.
Comprendí que no estaba destinado a seguir sobreviviendo con máscaras, sino a ayudar a otros a soltar las suyas.
Trabajo hoy con personas que cargan el famoso síndrome del impostor, esa vocecita que repite que no sos suficiente, que estás fingiendo, que no merecés. Y les enseño lo que practico cada día: que esa voz no es la verdad. Que puede ser vista, atravesada y soltada. Que no se trata de luchar contra ella, sino de desidentificarse con amor.
Aplicar Un Curso de Milagros no es repetir frases bonitas: es practicar la inocencia en el error, la aceptación en el caos, la certeza en la incertidumbre. Es elegir de nuevo, una y otra vez. Es ceder el trono del juicio al Espíritu Santo, esa parte de tu mente que sabe que sos eterno, valioso y capaz, aún cuando vos no lo creas.
Elegir por la paz es un acto revolucionario en un mundo que se alimenta del conflicto.
Y no, no es una forma de escapismo. No se trata de irse al bosque y negar la realidad. Se trata de vivir en el mundo sin perderte en él. De servir sin sacrificarte. De amar sin depender. De construir sin miedo a que te derriben. El verdadero poder no está en controlar lo externo, sino en saber que podés estar bien aun cuando lo externo no lo esté.
¿El mensaje que quiero dejarte? Que el poder nunca estuvo afuera. Que nada ni nadie puede hacerte sentir inferior sin tu consentimiento. Que sos libre de interpretar todo de nuevo. Que el milagro más grande no es cambiar lo que te pasa, sino recordar quién sos mientras te pasa.
Y eso, créeme, cambia todo.